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Promesas

Salgo al balcón armado con una efímera barrita de tabaco y un mechero ligero que piensa ya en herencias y legados. Hago girar la ruleta y la chispa y el escaso gas encienden la llama, tal y como nosotros hiciéramos un día, como si todo el gas y todas las chispas del cosmos no tuvieran más misión que iluminar la noche húmeda en que te pienso.

El viento hace rugir la llama, que se debate entre la vida y la muerte, adquiriendo por momentos el tono azulado de unos labios inertes. Por fin, enciendo el cigarro. Doy una fuerte calada y expulso el humo de forma vehemente, ocultando un suspiro en la bocanada. Ese humo dibuja tu cuerpo en el cielo encapotado. ¿Quién dice que la pareidolia es una jurisdicción pueril?

Con la banda sonora del crepitar incandescente y de los coches que transitan la avenida te imagino desnuda en tu cama, envuelta en un ovillo de seda. Cuánto envidio esas sábanas que reciben la caricia de tu piel. Cierro los ojos y saboreo en la distancia el sudor salado que se desliza por tu hombro y enredo tus bucles graciosos en mis dedos.

Deslizo mi mano lentamente desde tu pecho a tu ombligo y ahogas la nota de un saxo contra la almohada. Sonríes con los ojos cerrados, apretados, mientras tu pulso se acelera y el vello se eriza. Humedeces tus labios antes de entrecortar la respiración, ahora jadeo.

Tu boca se abre para dejar escapar el alma y tu mano se funde en mi cuello, como para evitar una huida. El mundo se impregna de un blanco luminoso y el frío y el calor, por un instante, son la misma cosa recorriendo tu espina dorsal. Al final, la marea se retira y nos acurrucamos oliendo a café recién hecho, en silencio. Abro los ojos.

El pitillo claudica y yo vuelvo dentro a pensar en más formas de romper las promesas sin romperlas. Otras formas de no hacer lo que no me sale de dentro. A pensar en algo que me sirva para no arrepentirme al alba. Para sentir que no he tirado mi tiempo ni mis sueños.


José Ibáñez Bengoechea

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